Homeless: la precaria vida de platenses que por domicilio sólo tienen la calle

lunes, 9 de agosto de 2010

No sólo tienen sus ropas ultrajadas. Así también están sus sueños. Recorren las calles de la ciudad en busca de un rincón que les dé abrigo. Las mantas intentan cubrir sus heridas abiertas a la intemperie; la principal: el no tener un techo adonde poder cobijarse. Son muchas las personas que viven en la calle apremiadas por diferentes urgencias: dramas familiares, adicciones difíciles de torcer, pérdidas materiales que se les fueron de las manos. (Diagonales)

Siempre expuestos al frío y la lluvia, además de las inclemencias climáticas muy a menudo también el hambre les juega una mala pasada. Son ciudadanos invisibles. Las instituciones existentes y los ciudadanos en general se muestran muy lejos de tenderles una mano que los ayude a resocializarse. Como si no existiesen posibilidades para su condición, la alternativa que se les ofrece es clara: les queda el encierro o el abandono.

Los pocos cabellos canosos que le quedan van protegidos del frío debajo de su gorro de lana. Por detrás de los cristales de sus anteojos de marco redondo se trasluce una mirada profunda de ojos azules. Lleva puesta una campera cuadrillé roja y gris, y sus manos ocupadas cargando una bolsa de naylon blanca en la que transporta sus frazadas. También lleva a cuestas una mochila negra gastada en su espalda. Así camina Roberto todo el día por las inmediaciones de Plaza Rivadavia. 1, 53, 2, 51, se pasea por la plaza por el medio, los banquitos que están apostados con una mesa en el medio, el monumento del costado. Para pasar sus noches elige el árbol cercano al puesto de comidas. Antes pernoctaba más cerca de calle 2, frente al Ministerio de Seguridad, pero hace un tiempo los que cuidan la seguridad de la dependencia le pidieron que se mude.

Roberto trabajaba en una dependencia del Estado, se mandó “un moco” y lo echaron. Ahora, sin resguardos, paredes ni techo, conserva aún sus costumbres y sus mañas. Por ejemplo, cuida su frazada amarilla con otra vieja, que pone encima, para no estropearla de más, O cuando llueve, tiene un as en la manga que no le falla: tomar el tren de La Plata a Constitución, y de Constitución a La Plata sucesivas veces hasta que el clima mejore.

En el Hospital Policlínico San Martín, Antonio ve pasar las horas desde uno de los banquitos de la sala de espera. Abre grandes sus ojos claros y con su voz ronca cuenta las mismas anécdotas repetidas veces. “Yo jugaba al fútbol en mi barrio, me crié en Avellaneda. Llegué a La Plata porque compré un camión y hacía viajes a Punta Lara, vendiendo materiales, y al final me quedé”.

Tiene 68 años y ni siquiera una campera o frazada que lo tape, sólo un gorro de lana sobre su cabeza. Para paliar el frío eligió desde hace un tiempo que sus noches transcurran en la guardia del hospital. Su señora, cuenta, murió hace diez años, y sus seis hijos se fueron muy lejos. Una vive en el Sur, otro se fue a jugar al fútbol a Centroamérica, del resto no recuerda ya su paradero. “Siempre estoy acá, adónde voy a ir… tengo amigos, ya conozco a la gente”, murmura. Muchos otros homeless también eligen ese lugar del hospital para resguardarse de las bajas temperaturas invernales noche tras noche. De a ratos algunos se van afuera y optan por cuidar los autos que se estacionan en la rambla de calle 1. Como Rubén, que tiene 49 años pero su aspecto denostado lo hace asemejarse a un hombre de más de 60. “Tengo muchas novias acá”, asegura entre risas.

Gustavo tiene 24 años y es limpiavidrios en 1 y 60. “No para nadie acá, nadie te da una moneda”, se queja. Duerme en el Bosque, donde hasta hace poco tenía frazadas propias y colchones pero se las robaron. Algo similar le pasó a Rosa Oliveto. Desde hacía diez años se había acomodado su lugar en la Estación de Ferrocarril de La Plata. Hace cuestión de un mes, después del caso que resonó en las noticias del homeless platense que falleció por el frío polar que lo azotó aquella noche de junio, a Rosa “la levantó” la Policía y la llevó por la fuerza a un parador nocturno. “Ahí se hacen los vivos, yo no quería ir”, cuenta a Diagonales sentada en el banco metálico del fondo de la Terminal de Ómnibus, adonde volvió después de su breve paso por allí. Es que en el parador “sacaron todo, frazadas, colchones, y me quisieron poner veneno en la comida así que me fui”, suelta y mira con sus ojos pequeños.

Víctor Oscar Barros tiene 67 años y hablar pausado, cabello largo y canoso y pequeños ojos celestes. Ocho años atrás comenzó a dormir en las inmediaciones de Parque Saavedra. Ahí cuida coches y la ambulancia del Hospital de Niños Sor Ludovica. “A veces me dan de comer en el Comedor Estudiantil que funciona cerca”, cuenta. Víctor se crió en las inmediaciones del Parque, en Diagonal 75 entre 14 y 15. Trabajó once años en una empresa de materiales de la ciudad que terminó cerrando, después se fue a trabajar al Mercado Regional; desempeñó tareas en tambos y luego se fue a Entre Ríos a cosechar naranjas.

Volvió a la ciudad, estuvo casado y tuvo dos hijos, pero no los ve. Lleva colgando del cuello un rosario de madera que le regaló una monja. Cree en Dios y cada tantas frases le dedica una pausa “al que está arriba”, señalando hacia el cielo con su dedo índice. “En la plaza paso mucho frío, me meto debajo del Hospital de Niños o en el puesto de choripán, pero prefiero estar acá”, asegura con el diario bajo el brazo sentado en las escaleras del refugio de la Secretaría de Acción Social Directa del Municipio, adonde lo trajeron hace unos días. Leer el periódico es uno de sus pasatiempos, y lo demás, asegura, es “andar por ahí”. Después hace una pausa. Seguramente se la esté dedicando “al de arriba”.


Fuente: Diagonales

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