Juicio a la patota del prefecto de la U9

domingo, 11 de abril de 2010

Debería haber sido el 3 de diciembre, el 15 de febrero o el 8 de marzo. Pero finalmente será mañana, después de tres aplazamientos y un torbellino institucional que –al menos en la superficie– parece haber amainado, cuando comience en La Plata un nuevo juicio oral por crímenes de lesa humanidad: los sucesos de la emblemática Unidad Penal N° 9, la cárcel que más presos políticos alojó durante la dictadura. Los detenidos llegaban de otras cárceles y de tormentosos cautiverios en los centros clandestinos de todo el país, pero su suerte no cambiaba demasiado. Los horrores que allí padecieron son asimilables a la impiedad que regía en los chupaderos. Por eso, la causa, iniciada ocho años atrás con el acopio de testimonios de los sobrevivientes en el juicio por la verdad de La Plata, se encuadró en el esquema de la represión ilegal y los delitos serán juzgados 34 años después. Así lo informó Miradas al Sur.

Las dilaciones del inicio se inscriben en una historia de intrigas palaciegas y denuncias cruzadas entre los jueces del Tribunal Oral Federal 1, que condenó a Miguel Etchecolatz y Cristian Von Wernich: al alejamiento de Néstor Lorenzo, le siguieron acusaciones recíprocas entre los jueces restantes: Carlos Rozanski denunció a Horacio Insaurralde ante el Consejo de la Magistratura por su “deterioro psicofísico”. En contrapartida recibió una denuncia por calumnias e injurias. Insaurralde terminó jubilándose a fines de enero. Las dos vacantes fueron cubiertas por los marplatenses Roberto Falcone y Mario Portela. Una fuente judicial confió que, más allá de los enroques, “los aplazos se generaron en las sucesivas recusaciones, planteos de nulidad y la propia desorganización del juez a cargo del expediente”, aunque el último se debió a la reforma de la sala de audiencias. Las turbulencias se prolongaron con un conflicto gremial con los empleados: en febrero denunciaron que la disputa entre Sus Señorías atentaba contra los procesos en marcha y se extendía en el maltrato hacia los trabajadores.

Tras tantas desventuras, mañana se marcará el inicio de cuatro meses de debate en la rentada sede local de la Amia, en los que 240 testigos buscarán reconstruir la culpabilidad de once agentes penitenciarios y tres médicos en más de 80 casos de torturas –dos de ellas seguidas de muerte–, privación ilegítima de la libertad, 3 desapariciones y 5 homicidios. Al banquillo se sentarán el entonces subjefe del SPB, Elbio Cosso (el interventor Aníbal Guillén está muerto), la plana mayor del Penal –el jefe Abel Dupuy, el segundo Isabelino Vega y el jefe de seguridad Víctor Ríos– y varios de los carceleros: Ramón Fernández, Raúl El Nazi Rebaynera, Catalino Morel, Jorge Peratta, Valentín Romero, Héctor El Oso Acuña, Segundo Basualdo. También los civiles médicos Enrique Corsi, Luis Savole y Carlos Jurio.

Dupuy asumió la jefatura de la U9 el 13 de diciembre, proveniente de la Unidad 5 de Mercedes, y la tortura se volvió regla en el penal. La bienvenida fue una requisa brutal que será un tramo medular del juicio: unos 200 penitenciarios formaron una doble fila de una cuadra y media por la que hicieron pasar a los internos mientras les descargaban palazos de madera y goma, hasta culatazos. Mientras sus camaradas desvalijaban las celdas, sometían a los presos, desnudos, a una segunda pasada.

Las torturas no se acabaron con la paliza inaugural. Fueron habituales las zapatillazos (pegarles con sus propias zapatillas en la planta de los pies), el teléfono (aplaudirles en los oídos), duchas frías prolongadas, quemaduras con cigarrillos y desnudez en el crudo invierno, aparte de los golpes y condiciones indignas de detención, como tener que tomar el agua de los inodoros. El prefecto agrupó en los apodados “pabellones de la muerte” a los “presos irrecuperables”: el 1 para Montoneros, el 2 para el PRT. De allí salieron las siete víctimas fatales del juicio.

A pesar de los ocho años de instrucción, los penitenciarios fueron declarados con falta de mérito en otros casos gravísimos: la dudosa muerte de Roberto Lasala y la desaparición de El Galleguito Juan Pettigiani con la complicidad del entonces juez Eduardo Marquardt, y de 16 familiares de internos, entre ellos la madre de Eduardo Anguita, Matilde Vara, y la madre, los dos hermanos y la compañera de Alberto Elizalde Leal, director y coordinador de Miradas al Sur, respectivamente.

Una de las variantes represivas fue la famosa “ley de fuga”: suicidios o enfrentamientos fraguados durante falsas liberaciones. Los militares -con la imprescindible colaboración de Dupuy y sus matones- la estrenaron la madrugada del 5 de enero, con dos detenidos, Dardo Cabo y Roberto Rufino Pirles. “Roberto deduce su destino y se lo comunica a los que quedan en una emotiva despedida. Esa noche se aplica la ‘ley de fugas’ a ambos, en el interior de un celular, en el partido de Brandsen. Unos treinta disparos de FAL por la espalda a cada uno”, contó el ex detenido Eduardo Schaposnik en una entrevista incorporada a la causa.

El 26 de enero de 1977, Ángel Georgiadis y Horacio Rappaport, que habían osado preguntar por la suerte de Cabo y Pirles, fueron sacados del Pabellón 1 “para interrogarlos” en el Regimiento 7, y nunca más se los vio con vida. Sus cadáveres torturados fueron entregados a sus viudas María Teresa Piñero y Susana Quirós en cajón cerrado, con un telegrama que atribuía “lesiones por auto agresión que le ocasionaron su deceso”, y la orden de velarlos sin abrir los ataúdes.

El quinto asesinato es el de Juan Carlos Deghi. Le habían dado la presunta libertad y, mientras completaban el papelerío, los guardias le preguntaron a su esposa si era “la viuda de Deghi”. Cuando salieron del penal era de noche. A pocas cuadras los emboscó un Falcon: a ella la dejaron en la rotonda de Alpargatas; a él lo cosieron a balazos.

Alberto Pinto, una de las dos víctimas de torturas seguidas de muerte –el otro es Marcos Ibáñez, desnucado durante una paliza, a quien se intentó hacer pasar por ahorcado–, era flaco, epiléptico y judío: una combinación fatal. Lo molieron a golpes y a pesar de su agonía, los médicos Savole, Corsi y Jurio aprobaron que se quedara en la celda de castigo. Murió unos días más tarde en el hospital San Juan de Dios.

Por Laureano Barrera / lesahumanidad@miradasalsur.com

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